Somos el eco de muchas tradiciones, somos alegría e ingenio, somos una explosión de colores, un paisaje sonoro inmenso, un verso que no se termina de escribir nunca. Desde la Isla de Providencia, hasta el Casanare, pasando por la Guajira, San Basilio de Palenque, Boyacá y Bogotá, este país es memoria e imaginación.
Lo sé porque por más de tres décadas he tenido la oportunidad de explorar, descubrir y revelar a través de la música su riqueza cultural, y he comprobado que es precisamente a través de ella, y de su versatilidad, que podemos apalancar un mejor futuro, incluirnos y valorarnos todos como colombianos de distintos orígenes, razas y géneros, conectar a todas las regiones y trazar caminos de desarrollo social y económico.
La cultura cohesiona, es el cimiento de todo lo demás. Sin ella no existe progreso, libertad, ni paz. Una retahíla, dirán algunos, pero a pesar de la obviedad del asunto, en nuestro país no estamos donde podríamos estar en términos culturales. La razón es muy sencilla. Hemos excluido a gran parte de nuestra gente por ser humilde y hemos creído que los blancos son los únicos a los que podemos llamar “gente de bien”. Queda mucho por hacer para que broten nuevos talentos, para estimular la industria creativa, para que nuestras expresiones artísticas alcancen todos los escenarios posibles, para evidenciar el impacto que puede tener la cultura en la política, en la economía y en la transformación de tantas problemáticas que hemos arrastrado por décadas. Para lograrlo, Colombia necesita unirse y reconocerse alrededor de su cultura, valorar su potencial y resistirse al relato de que el triunfo, la valía y el reconocimiento aguardan solo fuera de nuestras fronteras.
La genética de la unidad
Colombia tiene debates perpetuos provocados por la política. Creemos—o nos han hecho pensar— que nos separa un abismo irreconciliable como sociedad, que hay un ellos distinto al nosotros, y que las ideas que difieren de las propias están mal; que la razón y la verdad tienen un dueño. Esas distancias y desencuentros son parte de una narrativa que redunda en los medios de comunicación, en los debates públicos, en la academia y en las cafeterías.
Sin embargo, hay algo en nuestra colombianidad, en nuestra cultura, que nos pone de acuerdo. La música es un ejemplo. Durante los minutos y segundos que dura una salsa, un vallenato, un chandé o una cumbia, todo el mundo coincide, se encuentra, subsiste la concordia. Por momentos recordamos que, aunque los árboles sean distintos, todas las raíces se unen bajo el suelo.
Ya grande, durante el Festival Vallenato, pude darme cuenta de cómo el vallenato unía gente de todas partes, desde agregados culturales gringos hasta diplomáticos iraníes y otras personalidades; gente de todas las razas, lenguas y culturas. A cierta hora, un juglar con acordeón cantaba en el patio y se quebraba la bulla de la gente. Solo quedaba una mixtura de silencio y la voz sentida de un maestro. Cantaba como si llevara todas las identidades colombianas en el cielo de la boca y ahí, mientras esa música nos enternecía, nos poníamos de acuerdo sin importar las divergencias.
Y es que el folclor es la médula de lo que somos, no miente, no puede hacerlo. Revela, por ejemplo, la relación que existe entre el zucu africano, que llevaron los franceses a los puertos de Cartagena, y la champeta; el vínculo indeleble entre el porro y el jazz americano, o entre este último con la cumbia, por cuenta de jazzistas y cumbieros que viajaron juntos en barcos de Barranquilla a La Dorada. O permite entender que un folclor humilde como el vallenato puede abrirte las puertas a la música del mundo y a los escenarios más sofisticados, tal como me pasó a mí.
Saberlo nos permite asumir con mayor facilidad la versatilidad cultural que hoy da lugar a que cantantes de vallenato colaboren con artistas del género urbano, con fluidez y familiaridad. Nos permite comprender que no fusionamos la música, que no se trata de abrirle la puerta a la diversidad, sino que ya somos una fusión, que ya somos diversos. Y ese tejido también explica nuestras lenguas, nuestras razas, nuestro país.
La unidad no es una quimera, es un elemento base para la construcción, o reconstrucción, de un país. Si comenzamos a creer en que más allá de todo lo que superficialmente nos separa hay un trasfondo cultural que nos vincula, las perspectivas de futuro se amplían, la inquietud de unir nuestras regiones florece y las posibilidades de cooperar entre distintas personas se fortalecen. ¿Para qué sirve esto? Para la democracia, para la paz, para detener el lastre de la violencia contra nuestra propia gente, para que los jóvenes excluidos por la falta de oportunidades y los espirales de la guerra se sientan parte de una nación que los reconoce, que los incluye y los respeta. Sirve porque la única forma de que un país se haga viable es hallar algo que lo conecte consigo mismo.
Nuestra riqueza está en reconocernos
En la Sierra Nevada de Santa Marta, los Hermanos Mayores, como se llaman a sí mismos los sacerdotes, o mamos, descendientes de la civilización tairona, han mantenido una tradición de entrenamiento para el sacerdocio que el antropólogo Wade Davis ha descrito como “extraordinaria”.
Desde su infancia y durante dieciocho años, los elegidos como sacerdotes son aislados dentro de un círculo ceremonial, considerado un terreno sagrado que evoca el vientre de sus madres, y solo lo abandonan cuando son jóvenes adultos. En esa primera etapa de su vida están dedicados a reconocer y aprender los valores de su sociedad, a fortalecer su vínculo con la naturaleza y con los suyos. Así, cuando conocen por primera vez el mundo, ya lo respetan, lo aman y lo protegen.
Dice Davis que la medida de una sociedad no es solo lo que hace, sino la calidad de sus aspiraciones. Esa tradición habla de una comunidad que comprende el valor de los ecosistemas, de los recursos, de los bosques y las selvas, del agua, el ambiente y las personas. Su aspiración es compartir con nosotros, los “hermanos menores”, esa perspectiva de la vida y el mundo.
Es un camino virtuoso. Primero nos reconocemos, aprendemos lo que somos y debemos ser, y luego sí compartimos con otros, afuera de nuestro terruño. El mensaje es claro, al menos para efectos de esta reflexión: Colombia debe dedicar más esfuerzos a reconocer lo que es, a comprender sus orígenes, su diversidad y a construir desde allí.
Somos un país que tiene una deficiencia en su sentido de pertenencia, deficiencia que se debe en gran medida a que hay un mundo que no nos han contado. Nuestro conflicto es no reconocernos entre todos, entre los indios, los negros, los blancos y los que piensan de una forma o de otra. Nuestra historia ya nos ha enseñado largamente que eso trae tristezas, lágrimas y muerte. Que la cadena del subdesarrollo está hecha de vergüenza, de inconsciencia, de rechazo y negación de lo que somos.
Somos mestizaje. Yo, por ejemplo, soy “coschaco”. Es una manera de explicar que nací en Santa Marta —que soy costeño— y que también me siento cachaco, porque llevo conmigo un arraigo por Bogotá, a donde llegué por allá en los setenta, con diez años y un acento exótico.
Es una forma de decir que los paisajes de Colombia, su gente, su folclor y su historia, como cantaría el Cholo Valderrama, son parte de mí. Me gusta pensarme como un colombiano integral y, como dice Rafael Pombo en sus “bambucos patrióticos”, yo soy de Colombia entera, de un trozo de ella jamás.
Comprenderlo y poder explicarlo me ha tomado varios años. Para la época en que me inicié en el mundo artístico, Bogotá estaba bajo un régimen de músicos que no escuchábamos en el Caribe, pero que admiraban en la capital del país. Algunos de ellos estaban dentro de la “cosa española”, como Joan Manuel Serrat, y a eso se agregaba “la cosa mexicana”, la onda cubana y el poder puertorriqueño. Pero ¿qué era Colombia para todas esas culturas? Llegué a entender que la manera como proyectábamos nuestra “tropicalidad” estaba basada en los patrones y la teorización que esos países habían establecido sobre nosotros, algo que aceptábamos y que incluso nos fascinaba. Pero ellos no lo sabían todo y completar la historia ha sido parte importante de mi trabajo y el de muchos otros músicos colombianos.
Nuestra riqueza yace en reconocernos y este es un proceso que ya ha venido avanzando, hasta llegar a grupos musicales del Pacífico, por ejemplo, que han empezado a despertar al país, a la región e incluso al mundo, por encima de todos nuestros complejos y racismos, al revelar su arte y su espíritu. El desafío siguiente es hacer que brille lo que somos, compartirlo con otros y defenderlo.
La resistencia: No todo lo valioso viene de afuera
¿Qué futuro hay para un país, si el éxito es poder huir de él? Ahora que Colombia ha comenzado a descubrirse, que hace un esfuerzo maravilloso por revelar sus costuras, es el momento de entender que el sueño americano puede estar aquí.
En la industria musical, como en muchos otros escenarios creativos y profesionales, la expectativa de triunfar más allá de las fronteras ha sido latente. Es necesaria, inspiradora y nos llena de orgullo; sin embargo, pensar que el talento y nuestra propuesta cultural se hacen relevantes solo cuando son admitidos en otros continentes es una idea limitada. Está bien triunfar en Miami o en Europa, está bien creer en quienes han puesto ojos, nariz y boca al talento colombiano en los imaginarios de españoles o norteamericanos, está bien recibir premios y cantar en escenarios distantes y ajenos al origen. Sin embargo, también es esencial dejar claro que es aquí, en Colombia, donde se cuece ese y mucho más talento, que la energía más pura del palenque se condensa en Kombilesa Mí, que Velo de Oza desentraña la tradición de la carranga y la transforma con trazos de rock y pop, queElkin Robinson representa el futuro del calipso, que Egidio Cuadrado, hecho una leyenda, redimensionó el papel del acordeón en el vallenato y en otros tantos géneros, y que desde Cali, Cynthia Montaño está reivindicando poderosas ideas a través de una nueva mirada al género urbano.
Resistir es, por ejemplo, apostarle a productoras locales que hagan contrapeso a la tradicional industria latina asentada en Estados Unidos; es creer que es posible reimaginar nuestras expresiones culturales; es estimular la versatilidad, la experimentación, la reinterpretación del folclor; es creer que la perdurabilidad de lo que somos tiene lugar a través de lo que podemos ser; es cambiar la historia que transmitimos como país, es replantear los criterios que nos hacen valorar a los artistas y reflexionar sobre las convenciones por las que somos reconocidos y valorados más allá de nuestras fronteras. Es comprender que nuestro apoyo importa, que el respaldo del Estado y del sector privado es fundamental, que entre todos podemos hacer de Colombia un núcleo creativo, competitivo y promisorio.
Nos educa quien nos gobierna
Rodrigo de Bastidas fue un notario sevillano y conquistador que, en 1525, fundó la ciudad de Santa Marta y quiso garantizar la armonía entre españoles e indígenas. Esa intención le costó la vida, porque donde él buscaba “construir algo”, los suyos habían llegado a saquearlo todo. Al final, la tradición extractiva y carente de todo sentido de pertenencia hacia lo local —que es distinto al dominio— se prolongaría a través de las instituciones creadas por ellos y muchos años después permanecería en algunas de sus herederas.
El desafío actual es que los actores institucionales sean un ejemplo para la sociedad y un promotor del talento colombiano; que abran los caminos para la inclusión y la educación de los futuros artistas; que impulsen los escenarios para visibilizar los fenómenos tan diversos que están teniendo lugar en todo el territorio nacional; que creen el andamiaje legal y económico para que emprender en el sector creativo sea viable, sostenible y atractivo; que desistan de alimentar el “sueño americano”, y en lugar de apostarle con premios y reconocimientos a quienes triunfan afuera, a quienes tuvieron que huir porque en su casa nadie los respaldó, lo hagan con quienes luchan, persisten y dedican su vida a su país.
Al otro lado del río, el sector privado tiene la posibilidad determinante de incidir en los medios de comunicación (como dueños o patrocinadores), entendiendo que todo lo comercial es también un ejercicio cultural. A través de su apoyo pueden facilitar la transformación de nuestra perspectiva sobre las expresiones artísticas, desbaratando los estereotipos que sugieren que en la publicidad hay que ser “universales” y disolviendo los prejuicios que niegan nuestra forma de hablar y de vestir.
De lo contrario, las industrias acabarán por sofocar cualquier atisbo de reivindicación cultural, terminarán por alimentar la aprensión de algunos jóvenes alrededor del folclor, y contribuirán a la trágica pérdida del espíritu y la alegría que nos hace únicos y nos hace fuertes.
Sin alegría, no hay esperanza
La guerra siempre es brutal, punzante, amarga. De ahí que la alegría haya sido siempre una forma de desobediencia a la tiranía de la violencia, que haya sido la manera en que distintas sociedades hallaron su supervivencia. Ese es, en parte, el relato colombiano, un país históricamente amigable, rebelde ante la adversidad, inconforme con el dolor.
La música explica cómo el factor común de nuestras diferentes culturas ha sido la alegría. Para el chimila, el indígena del río grande, no existían los tonos menores. Toda su música estaba construida con trozos de emoción lanzados hacia el cielo, no había tristeza en ella, todo era abundancia. Esa alegría impregna los vallenatos clásicos que solía cantarles a mis amigos cachacos junto a una chimenea; está implícita en el chandé, en la cumbia, en el joropo y en la carranga. Esa alegría se irriga por las venas de Colombia, en un flujo eterno que todo lo nutre, que todo lo aviva, que todo lo mueve.
La alegría es la fuerza del Magdalena moviendo la cultura, es el sentimiento que nos impulsa más allá de la frontera de lo posible, que mantiene encendida la utopía. La alegría sana el olvido, el miedo y el odio, y los reemplaza por imaginación, versatilidad y resistencia. La alegría nos recuerda que es maravilloso ser costeño, ser cachaco y, en palabras de Rafael Pombo, “ser de toda la nación”.
Colombia es tan diversa que hacen falta un millón de años y un millón de hombres para conocerla toda, y el valor de esta mezcla imperfecta de selvas, culturas y gentes yace aquí, con nosotros. A lo largo de los años he intentado conocer mejor el país y mostrarle al colombiano todo lo que es, lo que hace y lo que brilla, pero es mucho más lo que desconozco. Conozcamos, pues, esta patria hermosa y reconozcamos el valor en la diferencia para que, de aquí a los próximos veinte años, nos convirtamos, definitivamente, en el país que merecemos nosotros sus habitantes, y también el mundo.