Es difícil caer en cuenta de que uno está a punto de cumplir noventa años. No es que le tenga miedo a la muerte, ni que esté abrumado con la vejez. Para nada. De hecho, este momento sereno de la vida —en el que uno se vuelve más lento de movimientos, las facultades físicas van disminuyendo y se le empiezan a olvidar las cosas— me parece fascinante, pues es una etapa de profunda reflexión en la que uno se empieza a preparar para el final, sin dramas excesivos ni angustias innecesarias.
Pero hubo un tiempo en el que no pensaba así, por supuesto. Un tiempo abrumador en el que me paralicé, y no de forma metafórica: me paralicé físicamente. Quedé inmóvil a causa de una enfermedad conocida como Síndrome de Guillain-Barré. Era 1969. Tenía 39 años. No podía parpadear ni mover los ojos. Veía doble. Me costaba hablar. Perdí la movilidad de los brazos y las piernas. Lo único que funcionaba bien dentro de mi cuerpo era el cerebro. De resto, quieto. Fueron nueve meses de terror, en los que me tocó acostumbrarme a la inactividad total y, luego, aprender a mover, desde ceros, los dedos de las manos, las piernas, los ojos, los párpados…
En esos nueve meses me dediqué a lo único que mi cuerpo me permitía: meditar, reflexionar, pensar.
¿Y qué pensaba? Primero, que no me quería morir, que no podía dejar a mi esposa con siete hijos que no habían terminado de educarse, que me faltaba mucho tiempo para compartir con mis familiares y mis amigos. Pero también le dedicaba tiempo de introspección al grupo empresarial de la familia, el Grupo Bolívar, el mismo que —antes, durante y después de esa enfermedad—presidí durante más de cuarenta años.
Repasaba una y otra vez en la mente, con alguna profundidad filosofal, cuál era mi papel dentro de la organización y, sobre todo, qué le podía aportar yo como persona, como cabeza del grupo. Y siempre pasaban por mi cabeza dos palabras: ética y valores.
Desde entonces, estoy convencido de que una cultura corporativa sólida definitivamente tiene que estar estructurada con base en principios y valores éticos. Parece lógico: que todas las empresas tengan una filosofía que llevan en su ADN e implementan a diario, pero desafortunadamente no es así. Y es una lástima, porque esos valores y esa ética no solo le dan mucha solidez a una organización, sino también mucha paz al alma de quienes trabajan en ella.
Estoy convencido de que, en Colombia, necesitamos un cambio de paradigma corporativo que nos ayude a adaptarnos a lo que nos enfrentaremos en diez, veinte o cincuenta años. Y ojalá entonces, en medio siglo, podamos tener un país no solo más competitivo y adaptado a las realidades empresariales y tecnológicas de ese momento, sino también más consciente y más equilibrado para lograr el bienestar general. ¿A qué me refiero? Principalmente, a que los sistemas de atención, como la salud y las pensiones, tengan como base un equilibrio financiero. Que los políticos no ofrezcan toda clase de ideas nuevas, que suenan una maravilla en el discurso pero, en la realidad, lo único que hacen es generar un desbalance social y económico, y poner en riesgo no solo la plata y la salud, sino también el bienestar de todos.
Y creo que ese bienestar general soñado, esa estabilidad ideal, solo va a llegar si impregnamos en las empresas los valores de honestidad, respeto, disciplina y justicia. También debemos impregnar estos valores en los sistemas generales de educación: desde los colegios y las universidades, hasta las mismas empresas a través de sus gremios. No hablo desde una ideología política de derecha o de izquierda, no: hablo desde la idea sensata de que un buen sistema colectivo de educación es la base de un país moderno y funcional.
Renovar las empresas colombianas para competir en una nueva época
Comulgo fervientemente con la idea de la competencia. Soy un creyente, casi un fanático de la competencia. Mientras haya normas muy estructuradas y justas, mientras haya rivales combativos y dispuestos a seguir las leyes, sin trampas ni atajos ventajosos, me encanta competir.
Acá me voy a permitir un paréntesis para contarles una anécdota respecto a la competencia, que en últimas no es más que libertad. Hace unos veinte o treinta años, no recuerdo bien, un cubano con el que iba conversando en un avión me dijo de repente: “Usted no sabe lo que es la democracia, la verdadera democracia”. Y yo, estupefacto, le pregunté por qué me decía eso. Entonces el tipo me sorprendió de nuevo con su respuesta: “Porque ustedes no la han perdido”. Creo que lo que el señor me estaba tratando de decir era que la competencia es absolutamente esencial para que uno pueda desarrollarse y crecer; para que uno pueda entender lo que es realmente la vida en libertad. Así las cosas, uno suele pensar que entiende la libertad, porque sabe que la está viviendo, pero a la hora de la verdad no la entiende sino hasta cuando la pierde. Y para trabajar en un ambiente de competencia es supremamente importante entender eso.
En el tema empresarial, debemos preguntarnos cómo vamos a lidiar con las nuevas formas de competencia, qué nuevos productos le vamos a ofrecer al mercado, qué investigaciones debemos hacer para ser mejores cada día, de qué manera vamos a ser eficientes al implementar esas nuevas tecnologías. Porque si bien ha habido un avance significativo en esos aspectos durante los últimos años en el país, todavía nos falta y mucho.
Pero eso no es todo: una empresa moderna y actual debe tener en cuenta los temas medioambientales y sociales, porque uno no puede entrar a desarrollar grandes compañías y grandes fortunas mientras la gente se está muriendo de hambre, o mientras acaba indiscriminadamente con el planeta. Es muy importante adoptar una concientización en este sentido, para lograr un desarrollo sano y sostenible a largo plazo.
Y aunque hoy, a punto de cumplir 90 años, no puedo dar cátedra en temas tecnológicos —me retiré hace casi una década, de hecho, para dejar fluir el curso natural e innovador de la cabeza del Grupo Bolívar—, sí me siento con la tranquilidad de analizar los sectores en los que se mueven nuestras empresas. Como manejamos temas de seguros, hace muchos años entendimos que estos van de la mano de los servicios financieros, de los bancos, así que, conmigo a la cabeza, entramos a competir también en ese campo.
Veo con preocupación que plataformas digitales como Google, por poner un ejemplo real, tienen la capacidad de prestar servicios financieros de manera eficiente y efectiva, sin necesidad de ser un banco, sin hacer préstamos ni manejar dinero. Es cierto que nosotros tenemos herramientas que ellos no pueden proporcionar, pero nos debería preocupar. Tenemos que transformarnos rápidamente y concebirnos como una empresa de tecnología, centrada en la digitalización y robotización, que presta servicios financieros, y no al revés. Eso sí, tenemos que seguir prestando el servicio con altísima calidad, como lo venimos haciendo hace décadas. Es decir, debemos invertir las prioridades para estar al día, pero sin perder la calidad del servicio.
Trabajar con disciplina, trabajar con unidad
Me encantaban –y me encantan todavía– los deportes. Practiqué natación, atletismo, fútbol, hasta ajedrez, y recibí un montón de medallas. Pero sin duda mi deporte preferido siempre ha sido el tenis. He sido tan fanático, que no solo he recorrido el mundo viendo torneos fantásticos, con los mejores jugadores, sino que después de cumplir 80 años seguí jugando a diario, aunque no con la destreza de antaño. Fui campeón nacional cuatro años consecutivos, de 1961 a 1964, e incluso representé a Colombia en algunos torneos internacionales.
El tenis me enseñó mucho. Me enseñó a madrugar para practicar, me enseñó que uno puede equivocarse mil veces antes de hacer un golpe perfecto, me enseñó que sin disciplina y sin sudor es imposible lograr un objetivo, me enseñó que los verdaderos triunfos llegan después de años de trabajo honrado y sacrificado. Y si uno se pone a mirar, en eso he basado mi vida profesional: en madrugar a la oficina, en equivocarme mil veces hasta lograr un objetivo, en ser disciplinado y entregado, en trabajar con honestidad.
Pero ojo, el tenis es, generalmente, un deporte individual, por eso practicar otras disciplinas también me ayudó a desarrollar una conciencia del trabajo en equipo. Lo he dicho millones de veces: para ser un buen jefe, es clave trabajar con los demás, no sentir que uno puede solo con toda la carga. Además, en empresas grandes, como son hoy las nuestras, la mayor parte del trabajo lo hacen, cómo no, los empleados, los trabajadores. Entonces, ¿qué es lo más importante? Armar un buen equipo. Conformar un grupo de gente capaz, comprometida, educada; gente de la que uno pueda aprender, gente que ojalá sepa más que uno.
Y no lo digo solo para los empleados que están en cargos directivos. El equipo somos todos –del más alto al más bajo y viceversa– y, en ese orden de ideas, debemos tener el mismo grado no solo de compromiso, sino también de satisfacción. Hay que dignificar al trabajador, no importa el cargo que ocupe.
Revitalizar el sistema de educación
Para nadie es un secreto que el tema de la educación es muy importante para Colombia y atraviesa todos los aspectos del país. Por eso creo que, de cara al futuro, hay muchas cosas que debemos mejorar y, sobre todo, priorizar. Estuve investigando la cantidad de gente que ingresa a las universidades para seguir carreras que no tienen mucha demanda y, a decir verdad, el número es impresionante. En cambio, son pocos los que quieren estudiar temas novedosos, atractivos, bien remunerados y necesarios para pensar hacia adelante, que son los que verdaderamente tienen salida en el mundo laboral actual. Me refiero a todo lo que está relacionado con la digitalización del mundo y de la economía, por decirlo de alguna manera no muy técnica.
No hay ingenieros de datos. No los suficientes, por lo menos. Y los necesitamos de manera urgente para analizar la información que proviene, ahora, de centenares o miles de fuentes. Es absolutamente indispensable para el futuro inmediato y de largo plazo del sector empresarial en Colombia.
El problema es que, a veces, no avanzamos porque tenemos el cerebro encasillado, como consecuencia del proceso de formación de cada uno de nosotros. Nuestro camino educativo es muy estructurado, muy tradicional. Uno aprende de su familia, en el colegio, en la comunidad en general, en la universidad, de la misma religión, incluso de los políticos, pero hay que salirse con urgencia de ese encasillamiento. Tenemos que dejar atrás las ideas costumbristas y obsoletas, las ideas trasnochadas y trajinadas; tenemos que dejar de tragar entero para darle paso a nuestro lado más creativo e innovador; tenemos que ser diferentes para entender cómo vamos a enfrentar el futuro con éxito.
Fortalecer la solidaridad entre los colombianos
Explico mi último tema con un ejemplo. Una de nuestras empresas en el Grupo Bolívar se dedica a la construcción, pero tenemos una contradicción, de la que me hizo caer en cuenta hace poco el actual presidente de la compañía. Resulta que muchos de los queridos obreros que construyen nuestros edificios y nuestras casas, esos que levantan ladrillo a ladrillo no solo nuestras edificaciones sino también nuestro futuro como empresa, no tienen vivienda propia. Es decir, nuestro personal que hace casas generalmente no tiene casa. Esa es una tremenda dificultad. Como empresarios, como dirigentes, tenemos que buscar soluciones para su bienestar. Esa es la esencia del trabajo en equipo. Es más, me atrevo a decir que esa es la esencia del trabajo en general: la solidaridad.
Ese es precisamente uno de los términos fundamentales para el desarrollo del país: solidaridad. Y no solo dentro de las empresas propias. También de puertas para afuera. Durante mi larga y comprometida vida laboral, he procurado involucrarme con instituciones que han tenido por objeto buscar la mejoría de la sociedad, sin pretender el interés privado de sus miembros: el Consejo Privado de Competitividad, ProBogotá, Empresarios por la Educación… La idea es trabajar desde el empresariado para buscar el desarrollo de todo el país. Mejor dicho, trabajar sin descanso para ayudar a la gente y salir adelante todos juntos. Aportar. Esa es parte de la solución. Y que, entre todos, por poner uno de cientos de ejemplos, pensemos en cómo hacer para que, en el mediano plazo, a ningún obrero le haga falta una casa propia donde descansar al terminar la jornada.
Quisiera terminar por donde empecé: por ese Síndrome de Guillain-Barré, que me tuvo postrado durante nueve meses en cama, pensando en la posibilidad de la muerte. Recuerdo que un día, en medio de una crisis, oí que una enfermera gritó “se murió” y mi esposa salió corriendo desesperada a llamar a un médico. En ese momento me desconecté del mundo, pero tenía unas ganas infinitas de vivir, de luchar, de no dejarme ir. Hoy las energías no son las mismas. Disfruto mucho más del reposo obligado de la vejez y ya no le tengo miedo a la muerte. Pero sí quisiera ver en las nuevas generaciones esas ganas de vivir, de competir, de superar las adversidades con la fortaleza y la inteligencia que yo tenía en ese momento. Y sobre todo, quisiera ver generaciones capaces de trabajar unidas para hacer de Colombia el país grande, digno y competitivo que todos soñamos.