El Perú, en cuestión de deporte, es un país más pasional que pensante. Poco acostumbrados a los logros deportivos, nos deslumbramos por ellos cuando ocurren cada tanto, como la medalla de plata en el vóley femenino en Seúl 88 o nuestro boleto a Rusia 2018 luego de 36 años sin disputar una Copa del Mundo. La efervescencia se ve reflejada en las portadas de los periódicos, los dominicales y las redes sociales. Como contadas veces, el país amanece unido en su diversidad y sus desigualdades.
Nada como el deporte para inyectarle esperanza a un pueblo y demostrarle que podemos funcionar como equipo cuando el bien común se antepone a los egos y se sigue un único derrotero. Lo he vivido como jugador, entrenador, y desde hace varios años como director deportivo. He tenido el honor de defender a mi país en cada una de esas posiciones, y mi reflexión es la misma: somos un país sin cultura deportiva. No hay una política de Estado que respalde, planifique y promueva la práctica del deporte de forma sostenida en la población. De ahí que nuestros triunfos sean tan esporádicos.
En el fútbol como en todos nuestros deportes, la selección peruana de mayores debe ser un ejemplo y una fuente de inspiración. Eso deben entenderlo nuestros gobernantes. Lo trascendental de la política deportiva no es solo lucir medallas, subirse a podios o levantar trofeos, sino masificar el deporte para tener ciudadanos más saludables en mente y cuerpo. Para cumplir este sueño, necesitamos profesionalizar la gestión del deporte, invertir más en él, inculcar los valores correctos en los deportistas e impulsar las políticas que habilitan una vida más sana, como la lucha contra la desnutrición y obesidad. Propongo esta visión desde el fútbol porque es lo que he vivido, pero aplica a todos los deportes donde buscamos ser de talla mundial.
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Nuestra situación actual en el deporte
El deporte no solo nos concede vitalidad a nivel personal y autoestima a nivel país. El deporte también nos forma. Es un transmisor de valores. Cuando le damos la mano a nuestro rival luego de una derrota aprendemos a perder. Y, por el contrario, cuando festejamos sin burlarnos del rival aprendemos a ganar. Las dos caras de la vida. En ese adolescente que se acuesta a sus horas y que no asiste a las fiestas porque sabe que tiene un partido al día siguiente hay un adulto creciendo con disciplina y compromiso. En esa chica que contagia a sus amigas a jugar fútbol hay una lideresa que rompe con los prejuicios, como sucede con aquel muchacho que no tiene reparos en practicar el vóley por citar dos de los deportes colectivos más populares. Perseverancia, justicia, tolerancia, fraternidad, solidaridad, en fin. La lista de valores es infinita.
Sin embargo, nuestro desempeño en las competencias globales sugiere que no hemos reconocido ni invertido todo lo que el deporte se merece. Apenas una vez nos colgamos la medalla de oro en unos Juegos Olímpicos. Sucedió en Londres, en agosto de 1948, cuando Edwin Vásquez se coronó como el mejor en la disciplina de tiro con pistola libre a una distancia de 50 metros. La última ocasión en la que nos subimos a un podio olímpico fue en Barcelona 92, cuando otro tirador, Juan Giha, obtuvo la medalla de plata. Y si hablamos del fútbol, al que tanto le debo, hemos competido tan solo en 5 Mundiales de 21 posibles. En uno de ellos como invitados, además.
¿Por qué no hemos despegado? El hincha y cierto periodismo deportivo simplifica los grandes problemas, culpando al jugador que se falló un penal, salió expulsado o metió un autogol. Eso es quedarse en la superficie. El meollo del asunto no es buscar culpables de turno, sino identificar la cadena de responsables.
En primer lugar, adolecemos de una palabra seria y formal que no suele figurar en el argot futbolero: planificación. Hace muchos años, cuando aún no me embarcaba como director deportivo de la Federación Peruana de Fútbol (FPF), en el 2015, y fui ponente en un conversatorio organizado por una universidad subrayé que la razón por la que no íbamos a los mundiales era porque la gestión de la FPF era del siglo pasado1. Tampoco contamos con la infraestructura, herramientas y recursos humanos para brindarles a los jugadores todo lo que necesitan para ganar en las canchas.
En el fútbol específicamente, la estructura de los clubes no funciona y su falta de profesionalización es evidente. Basta revisar las participaciones en la Copa Libertadores o la Copa Sudamericana de nuestros equipos profesionales de Primera División para comprenderlo. Aunque duela, nuestros clubes en su mayoría no están a la altura del fútbol profesional. Muchos están quebrados, y parece que la clase dirigencial se empecina en no advertir los graves problemas.
Hay otros habilitadores más de fondo que afectan a todos los deportes. No contamos con suficientes áreas verdes para que los jóvenes puedan ejercitarse y jugar recreacionalmente. Mientras la Organización Mundial de la Salud (OMS) indica que una ciudad sostenible debe contar con nueve metros cuadrados de espacios verde por habitante, Lima apenas supera los tres metros cuadrados2, al fondo de la tabla en América Latina3. Según el Inventario de Áreas Verdes de la Municipalidad Metropolitana de Lima, presentamos un déficit de 56 millones de metros cuadrados, más o menos 5000 canchas de fútbol.
Además, en este 2021, el Poder Ejecutivo ha reducido en más del 30 % (alrededor de 55 millones de soles) la asignación presupuestaria al Instituto Peruano del Deporte. Asimismo, hay una disminución en más del 57 % en el presupuesto para la Promoción del Deporte Escolar y Cultura en el Ministerio de Educación. Si a eso le sumamos que, en octubre de 2021, a un año y medio de decretada la pandemia, el fútbol de menores aún no se ha reactivado, pues entonces el diagnóstico es bastante claro: nos encontramos en graves problemas.
El partido por delante
¿Cómo rompemos esta inercia? El paso fundamental es profesionalizar la gestión del deporte. Esto implica no solo aplicar procesos, pero también traer al liderazgo adecuado, implementar las herramientas correctas y capacitar al personal en las federaciones. Cuando llegué a la FPF, dediqué mucho esfuerzo y tiempo a estas necesidades. Junto a Néstor Bonillo, mano derecha de Ricardo Gareca en su comando técnico, creamos el departamento de Ciencias Aplicadas, un área donde apoyados en la tecnología analizamos a profundidad cada milímetro de nuestros seleccionados y, cómo no, de nuestros rivales. Un departamento que nos pone a la altura de otras federaciones en la región, donde contamos con ojeadores o scoutings, analistas de videos, tomógrafos, ondas de choque y masajes, GPS y softwares para supervisar los entrenamientos de una forma más precisa, y un largo etcétera.
En un principio lo hicimos para darle las mejores herramientas a nuestros seleccionados. Para que no tengan excusas por no haber conseguido los resultados en los duelos eliminatorios. Pero luego, más conscientes, nos dimos cuenta de que estábamos dejándole un legado a las futuras generaciones. Si de algo puedo enorgullecerme cuando me vaya de La Videna es de haber sido parte de ese cambio. Todo este personal, herramientas e infraestructura, por supuesto, implican más inversión. No nos salvamos de invertir más en las canchas, los gimnasios, los nutricionistas, etc.
Sin embargo, también necesitamos aplicar procesos y capacitar más al personal en estas federaciones. Siempre cuento que, durante mi primer paseo en la Villa Deportiva Nacional, me topé con una máquina isocinética —aquellas que sirven para medir los músculos, aplicando una velocidad constante para obtener una contracción muscular máxima— abandonada que había sido adquirida durante el periodo del entrenador uruguayo Sergio Markarián. Había costado una fortuna. Pero nunca la habían usado, porque no sabían cómo. Era un elefante blanco, en gran medida, porque la gestión era nula.
Y no solo es cuestión de infraestructura y de dotación de recursos humanos altamente calificados, sino de un cambio de mentalidad. Porque la mente también se entrena. Ya no nos contenta una pared a 30 metros del arco o un taco intrascendente. Ya no nos alcanza con jugar lindo, sino con conseguir resultados.
Además de formar equipos encargados del análisis táctico, los controles de carga y la biomecánica, uno de los aciertos de la actual gestión de la FPF ha sido crear el departamento de psicodeportología liderado por el psicólogo Giacomo Scerpella y el coach ontológico Juan Cominges. Si Scerpella sabe cómo manejar los momentos de tensión y ansiedad desde su profesión, Cominges como exjugador de selección puede adentrarse en cada uno de ellos, con los mensajes precisos. Le creen porque ha estado en sus pellejos.
Antes no era así. Los jugadores huían de los psicólogos. Pensaban que era un signo de debilidad recurrir a ellos. Lo he vivido en mi época. Los dirigentes y entrenadores no andaban muy distantes de aquellos prejuicios: recurrían a los psicólogos solo para “apagar incendios”, cuando el equipo venía de una serie de derrotas. Curarse en salud no estaba bien visto. Me atrevo a decir que aún no lo está del todo, aunque varios clubes de Primera División cuenten con este tipo de profesionales. Así es nuestra idiosincrasia.
En el fútbol, hay otra tarea formidable que tenemos por delante: cambiar la estructura de los clubes y profesionalizar su administración, especialmente en las ligas menores. Somos el único país de Sudamérica que todavía no organiza torneos de menores. Esto no puede seguir. Estamos tratando a nuestros chicos como si fueran la última rueda del coche, cuando son la semilla y nuestro futuro próximo. En el último tiempo, las meritorias participaciones en las Copas América, entre ellas la de más brillo, el subcampeonato en la Copa América en el 2019, así como la campaña rumbo a Rusia 2018, maquillaron el estado de nuestro fútbol peruano. Si no cambiamos las estructuras, no clasificaremos en 36 años más. El reto es que la Selección se sostenga con los clubes, y no al revés. Hay empresas que aparentan ser grandes, pero solo son cascarones. Desde hace seis años lucho desde mi trinchera para sentar las bases de un trabajo planificado que no sucumba ante la informalidad de nuestra sociedad.
Además de los espacios verdes, hay otro habilitador que no puede escapar de la vista de nuestros gobernantes, porque afecta no solo nuestro deporte, pero la salud de nuestra gente. Los índices de obesidad y sobrepeso son alarmantes. Según la Encuesta Perú: Enfermedades No Transmisibles y Transmisibles 2019 del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), la prevalencia de sobrepeso es de 38 % y la prevalencia de obesidad en el mismo grupo es de 22 % a nivel nacional. A pesar de tener mayores recursos, Lima, la capital, es la ciudad que peor se alimenta: el sobrepeso alcanza el 65 %4.
El sobrepeso y la obesidad son la otra cara de la desnutrición. Por eso el Estado y las empresas privadas deben entender que la política deportiva es una inversión. Durante mi adolescencia, allá por los años 60, existían los torneos intercolegiales. Era una forma de adquirir roce sí, pero también de tomarse en serio el deporte. Según cifras del Instituto Peruano del Deporte (IPD), hasta el 2018 solo un 7 % de peruanos participaba en actividades físicas o relacionadas al deporte. Hoy, todavía con los estragos de la pandemia, con los niños en casa y los adultos recién yendo a los gimnasios y trotando en los parques, debemos estar por debajo de ese porcentaje que ya era ínfimo. No saldremos adelante si los peruanos no están viviendo vidas saludables.
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El deporte nos iguala. Es una herramienta de integración social. No hay distinciones de raza, sexo ni escala social. El deporte no da réditos políticos tan inmediatos como la construcción de puentes, hospitales o colegios, pero es innegable lo que puede hacer por el país en todos los sentidos. En el último tiempo nos devolvió la esperanza. La posibilidad de sonreír en medio de la incertidumbre. Y es que también se puede hacer país con un balón.